Un día de junio. Saturnino Rodríguez Riverón

Menos de 24 horas era el plazo para levantarme a Molly en este Dublín de los mil demonios. El barco zarparía sin apelación al amanecer. El Capitán, un mallorquín herrumbroso y cascarrabias, lo gritó: si se van de correrías, recojo cabos y me largo. Sólo ahora, pasada la medianoche, topaba con ella. Según dijo, Leopold, su marido, estuvo todo el día deambulando y llegó a casa a las dos de la madrugada junto a un tal Stephen. Sé que al final Molly va a decir sí yo quiero Sí, como aquella vez en Gibraltar con la rosa colorada en los cabellos al modo de las muchachas andaluzas, donde después me pidió con los ojos que se lo preguntara de nuevo y mi corazón golpeaba arrebatado. Trato de abrazarla, de besarla y sentir otra vez sus senos todo perfume. La llamo Flor de la Montaña, mi Flor de la Montaña. Ella me rechaza, lanzándose a una perorata interminable. Sin hacer pausa en su pensamiento sin poner un punto ni una coma me sugiere que tenga calma que le permita desahogarse nunca ha contado con cincuenta páginas para ella sola y no quiere quedar mal cuando termine con el monólogo interior entonces

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