Brujas, pordioseras y perros de Umberto Senegal

MARQUESITA QUESALDE
Como cargaba ese rostro equino y algo más desde cuando nació y nada pudo hacerse, eligió la profesión de bruja. Yerbatera de las buenas. Ojeadora de las buenas para males  y también para virtudes cuando sabían darle trato. En el pueblo la temían unos, y otros la respetaban pero, de amores, nunca. Desde niña su cara determinó su futuro y el del pueblo. La consultaban para sacar daños del cuerpo y dolencias de los sentimientos. Marquesita Quesalde especializó sus brujerías en curar o matar animales: cerdos, vacas, caballos, ovejas. Una mirada suya desplomaba una mula, volvía estéril una marrana, secaba la leche a las cabras, ponía tristes a los canarios o anudaba a las ovejas su vellón. Con esa cara, las miradas le mejoraban cada año su profesión.
Un día, de la noche a la mañana, la bruja desapareció dejando todo lo de su casa. Hasta un pedazo de sombra suya sobre la pared de la alcoba, bajo un cuadro grandísimo de José Gregorio Hernández. Ese mismo día, también desapareció el mejor caballo del viejo Rubiroso Amaya.  Nadie roba un caballo a Rubiroso y se queda así. Dos preocupaciones grandes para el pueblo: Marquesita y el caballo. Yo no lo vi pero varios trabajadores que madrugan para las fincas, aseguran que lo vieron a todo trote, como hechizado, detrás de una hermosa yegua blanca que les era familiar pero que jamás habían visto en la región.        
                         
LA PORDIOSERA
En el andén, antes de subirme al bus, le di la limosna que sólo a mí suplicaba la insistente anciana. Varias personas esperaban y ninguna le prestaba atención. Tampoco ella a estas. Agradecida, la vieja me reveló que era un hada. Subí al vehículo y ella subió tras de mí, acomodándose en un lado del puesto donde me senté. Buscando mis ojos, porfió:   “Señor, míreme bien que soy un hada”. “Un trol, tal vez”, pensé, porque estaba sucia y olía fétido. Sus ojos eran lo único limpio para la edad que debía tener: setenta y cinco o más.
Cuando me aproximé al sitio donde debía bajarme, por  cortesía le dije: “Aquí me quedo, señora, que pase buen día”. Bajó tras de mí. Aunque no experimenté la sensación de ser perseguido, la anciana caminó tras de mí, repitiendo: “Un hada, señor, soy un hada”. Me tocó el hombro. Su mano llena de pecas. “No lo dudo, amiga”, le dije, deteniéndome un momento, “pero con esta prisa que mantenemos... Hombres, hadas, la muerte. Tan rápido todo, que uno no se da cuenta ni de uno mismo”. Le dije, sin saber si comprendía.
Al llegar a mi casa, la anciana ya no me seguía. Por algún lugar de la calle, debió entrar a cualquier sitio, Eso creo. Aunque mi hija no cesa de preguntarme: “Papá, ¿por qué la niña que venía a tu lado salió volando cuando abrí la puerta?”.

FARAÓN
Se devolvió para observar al perrito blanco ovillado en un recodo del andén. Podía estar muerto o dormido. Sonrió al descubrir que era una pequeña bolsa con basura, estrujada contra la pared, redonda igual que un perrito gordo. La miró afectuoso porque en sus ojos seguía la imagen del animal, agitando tímido la cola en algún lugar de su memoria. Si hubiera sido un perro, lo habría invitado a irse con él. Tantos años solo... Tantos perros callejeros con los cuales nunca intimó. Le habló en voz baja para no alarmar a quienes pasaran por su lado. Le confesó retazos de su vida mezclando algunos chistes que aprendió cuando niño y que justo ahora recordaba. Mirando la bolsa con ternura poco habitual en él, le susurró palabras que ignoraba de dónde venían. Sintió más lástima por ella que por sí mismo. “La habría llamado Faraón si hubiera sido un perrito”, pensó. Se reclinó, le dio palmaditas y se despidió de ella: “Adiós, Faraón”. Sin darse cuenta, la bolsa lo siguió durante varias cuadras sin acercársele, perdiéndolo de vista cuando el hombre cruzó la avenida. “Faraón... lindo nombre”, se dijo.

2 comentarios:

El Eskimal | 18 de enero de 2011, 17:03

Están lindos. El de La Pordiosera es genial. Tal vez los otros dos podrían ser más cortos, más certeros. Espero saber cómo participar en el blog, gracias.
Gustavo Vargas
www.laraizdemenosuno.blogspot.com

Gabriel Bevilaqua | 19 de enero de 2011, 4:47

Los tres micros me han gustado mucho; un estilo suelto y sin excesos de tijera, por eso no comparto la opinió de Eskimal: así están bien. "La pordiosera", ya lo conocía y me parece una maravilla, calificativo que también merece el cuento de Marquesita. Este me ha recordado a un cuento de Manuel Moyano, "La doble vida de Medardo", otra perla; lo dejo para aquellos que no lo conocen:

Medardo Requena tenía el poder de transformarse en caballo a voluntad. Ya bajo su apariencia humana llamaba la atención su largo y morrudo perfil, similar al de los équidos, y su corpachón desgarbado. No menos su forma de caminar, como si trotara. Estaba compinchado con un tal Mouriño, gallego de Orense, quien había practicado sin fortuna la emigración a América. Juntos recorrían las ferias de ganado y Requena, transmutado en brioso corcel, era vendido por Mouriño al mejor postor. De noche, una vez en el establo, recuperaba su forma humana y salía de allí andando tan campante. Si lo sorprendían dentro de la cuadra, desnudo, hacía como que se había perdido, y su aspecto era tan extraño e inquietante –especialmente si aún no se había completado la transformación– que enseguida lo dejaban marchar sin pedirle más explicaciones.

Medardo Requena se confesaba harto de aquel tipo de vida, de ir de aquí para allá, sin tener un hogar, esposa ni hijos, estafando a la gente honrada. Pero las ganancias eran tan sustanciosas que Mouriño lo convencía siempre de dar un nuevo golpe antes de retirarse. Llevaban ya un decenio trabajando juntos, cuando un año, en Medina del Campo, tras haber cerrado trato con un ganadero de Osuna, Mouriño esperó en vano a que Requena apareciera en el lugar convenido. Fue a los establos, temiendo que hubiera ocurrido cualquier contrariedad, y comprobó con estupor que su socio seguía allí, pero aún bajo la apariencia de un caballo. Cuando le preguntó qué diablos pasaba, Requena agitó las crines, piafó alegremente y, con un movimiento brusco de cabeza, señaló a una yegua que comía heno a sólo diez metros de donde se encontraban. Como Mouriño pareciera no entender, Requena dibujó en el albero, con su casco aún sin herrar, la torpe forma de un corazón.

Publicar un comentario