Cielo de relámpagos. María Cristina Ramos


CIELO DE RELÁMPAGOS. Antología de microficciones y otras instantáneas literarias de autores latinoamericanos
Compiladas por María Cristina Ramos. Prólogo de Sandra Bianchi

Editorial Ruedamares. Neuquén, Argentina, 2008.















HOMERO CARVALHO OLIVA (BOLIVIA)
PACHAMAMA

Doña Justina Cusicanqui, tierna y sabia anciana, cuenta que escuchó a su abuela relatar la historia de un Aymara que, ante los porfiados sacerdotes que pretendían obligarlo a bautizarse cristianamente, respondió muy sereno:
-Yo nada espero del Cielo, todo me lo dio la Tierra.

EVELIO JOSÉ ROSERO DIAGO (COLOMBIA)
A LA DERIVA

Encontró en el bosque a un niño de once años que le dijo que en realidad no era un niño de once años y tampoco un niño sino una niña de quince años y que además no estaban en el bosque sino en un valle y que ella nunca había sido encontrada por él sino que ella lo había encontrado a él con el único deseo de explicarle que ella no era un niño de once años en el bosque y que aquello no era un bosque sino un valle y que lo mejor que podían hacer era caminar tomados de la mano hasta un bosque para entonces acabar de comprenderse o comprender que a lo mejor él tampoco era él sino era otro y que bien pudiera suceder que ninguno de los dos supiera a qué atenerse finalmente frente a un autor que huye inmóvil en la calle bajo esta lluvia dura y delirante.

PÍA BARROS (CHILE)
A LOS NIÑOS NO SE LES GOLPEA
A la niña la castigan con silencio. Va donde la abuela, que no le habla, donde la madre, el padre, la cocinera... Desesperada, corre hasta su cuarto: “Dime que me amas” implora a su muñeca. Nadie contesta. Asustada, comprueba la horrorosa conspiración de los adultos con los juguetes que regalan para navidad.


ROBERTO DI BIASE (ARGENTINA)
EL RINCÓN
Había que tirarla con la inclinación exacta y fuerte para que rebotara en el ángulo que formaban las dos paredes. Los gritos de los hinchas subían hasta el cielorraso y bajaban ensordecedores por las paredes celestes mientras esperaba, inquieto, el centro de su compañero imaginario. Hoy había tomado Crush en el almuerzo, así que la tapita era flamante.
La pelota salió despedida como un rayo desde el rincón y vino directo a él, que arqueó hacia atrás su cuerpo por encima del mágico defensor y aplicó el frentazo desviando la trayectoria de la pelota hacia el arco contrario, formado por la mesita de luz y la otra pared. Mientras aterrizaba sobre el césped a cuadritos de su cama, sin desviar la mirada de la pelota, vio cómo se colaba por debajo del guante del arquero rival. Ya estaban sobre el final, era el gol del campeonato. El referí dio los tres pitazos y el delirio de la hinchada bajó para levantarlo y depositarlo en los hombros de sus compañeros, que lo llevaron en andas por todo el perímetro de la cancha.
Alcanzó a acomodar la frazada justo antes de que su mamá entrara al cuarto pidiendo explicaciones por los ruidos. El corazón le latía con fuerza y aún se le notaba la agitación. La copa se iría con ellos a casa.

MARÍA LUZ SEPÚLVEDA (ARGENTINA)
DE VIAJES
El viaje se tornaría interminable y la noche nos envolvía en su oscuridad. Pasaban los autos con sus luces amarillas, fuertes, que nos ahogaban la vista. El asfalto se convirtió en tierra. El silencio se hizo total: no había señales de radio y los dos no teníamos más que hablar. Pronto ya no existiría nada, ni autos. Pero una figura se nos presenta a lo lejos, visible ante las luces del auto, un joven haciendo dedo. Seguimos. Era demasiado misterioso alguien en el medio de ese camino inhóspito. El camino continuaba, parecía empecinado en repetirse.
Otro kilómetro y al costado nos sorprendió otro. Seguimos. La cuestión era no inquietarse con la suposición de que el pueblo quedaba cerca. Apareció. Tranquilo, de nuevo. No. Debió ser pura coincidencia, las mismas ropas, el cabello... Seguimos. Nos miramos en la penumbra y nos acariciamos las manos. Ya estábamos inmóviles, mejor dicho, nuestro auto estaba inmóvil. La puerta trasera se abrió. Entró y cerró la puerta con fuerza y dijo con su voz más tenebrosa y ronca: -Pueden seguir.
Y seguimos, en viaje perpetuo.

MARCELA CEBALLOS (ARGENTINA)
NÚMERO IMPAR
Ellos, se miraban en el juego de los espejos y los vidrios de los ventanales.
Ellos eran dos pero se hacían cuatro, luego ocho, y así se multiplicaban infinitamente en una secuencia de números pares.
Un dia, ella se asustò. Eran una muchedumbre. Y cerro los ojos para no verlos, para no verse.
Ahora estira la mano, una sola, y recorre la línea de su cuerpo, una sola.

GLADYS EDITH IGLESIAS (ARGENTINA)
PARTIDAS
Ismael Centeno se había jubilado hacía diez años y quedado viudo dos años más tarde. Sus tres hijos habían elegido irse del país con excusas razonables.
La plaza, el bar, la lectura y, de vez en cuando, los vecinos, le amenizaban el tiempo al hombre que, cada vez un poco más, se entregaba al abandono de su vida y de su propia apariencia.
Llevaba un par de horas sentado en ese sofá incómodo pero que, ubicado a la luz de la ventana, le permitía descansar las piernas. Abrió el libro al azar y se entusiasmó con un párrafo imprevisto que describía a un personaje solitario. Trató de concentrarse. Rítmicamente fue avanzando en los textos. Fausto Espósito se parecía más a él en cada línea: resentido, huraño, incomprendido; muy claro cuando describía que la agrura llegaba como un sabor hueco, todos los días. A Espósito, el autor le había destinado un final milagroso de reencuentros.
Pero Centeno entendió que no le daba la noche para tantas páginas y cerró el libro, nostálgicamente enfurecido por lo ingrato de su aislamiento y de su encierro.
Pegó un vistazo al dormitorio y lo caminó. Miró el reloj, luego el teléfono. Cerró la puerta y apretó el gatillo.

GRISELDA MARTÍNEZ (ARGENTINA)
EL BARRIL
Otras veces era el abuelo quien me alzaba para sentarme en el barril. Ahora, aunque mis pies cuelgan y se balancean, el barril dejó de ser una cumbre inalcanzable. Ya no es atalaya de mis descubrimientos infantiles. Lo que ahora puedo ver no me depara sorpresa. Pero me detengo en la parra que tejía de sombras el patio, la parra que de tan alta era casi cielo y distingo lo que entonces no alcanzaba a ver, lo que de tan cercano se hacía invisible, los dibujos que hace el cielo entre las hojas, y los racimos cargados y los otros que han sido casi despojados por los gorriones; y veo hilos de telarañas suspendidos en el aire y veo hormiguitas que aparecen y desaparecen entre las uvas, y veo las uvas, algunas casi transparentes, otras que parecen a punto de estallar, otras que brillan de sol y otras que se opacan de tierra, y veo unas manos con tijera que cortan los racimos más cargados, y veo la risa de mi abuela que los recibe en un balde con agua, y veo a mi hermana corriendo detrás de las uvas que rodaron por las baldosas, entonces veo unas zapatillitas que se acercan y escucho la voz de mi hija que me pide que la suba al barril.

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