Fabián Vique y la vida misma




MILAGRO EN EL SUBTE B

Miguel Ángel se durmió mientras subía por la escalera mecánica de la estación Carlos Pellegrini de la línea B de trenes subterráneos. Al llegar a la salida se cayó. Decenas de zapatos lo aplastaron, se le hundieron en la panza, en el cuello, en un ojo, hasta que Miguel gritó de dolor y la horda se abrió como las hormigas cuando patean el hormiguero.
El ojo izquierdo de Miguel se desprendió de su órbita, y se fue rodando y dando saltitos por el suelo hasta un peldaño de la escalera descendente.
Miguel veía con su ojo derecho a la gente que lo rodeaba, le ofrecía pañuelos o corrían pidiendo médicos y ambulancias, y también veía, o volvía a ver, el andén, pues el ojo desprendido no había dejado de enviar información al cerebro.
El mendigo tuerto de la estación vio bajar el ojo por la escalera mecánica. Lo agarró, lo guardó en el bolsillo remendado del saco y subió al tren. En la estación Catedral combinó con la línea E, bajó en Pichincha y corrió hasta el Hospital Santa Lucía. Allí le implantaron el ojo en una complicada operación que duró cinco horas. A Miguel Ángel, que había visto las manos del mendigo y las tenazas de los cirujanos, lo llevaron a una clínica del centro, donde le pusieron un ojo de vidrio.
El mendigo aprendió rápidamente a vivir con los dos ojos; su recaudación disminuyó pero la visión de un mundo tridimensional eclipsó todas las dificultades. Miguel Ángel, en cambio, tardó en acostumbrarse a la percepción simultánea de dos realidades. Pero poco a poco aprendió a manejarse. Con el tiempo llegó a disfrutar de algunas situaciones, como la de verse a sí mismo mientras le daba monedas al mendigo de dos ojos.


LA ENCARGADA DEL MUSEO

El Museo Municipal de Morón no es muy concurrido. Algún estudiante de historia, curiosos de otros museos o alumnos de séptimo grado arreados por sus maestras se meten de vez en cuando para ver las porquerías que se exhiben en las vitrinas. El único hombre que entra por su propia voluntad es el autor de esta página.
Todos los sábados a las tres de la tarde atravieso el umbral, camino por la senda de ladrillos rodeada de macetitas, observo con fingido interés los objetos históricos, le pago a la encargada el Bono Contribución, y le repito las palabras que han pronunciado los amantes a lo largo de los siglos.
Ella permanece diáfana, incuestionable. Pero cuando me voy, sus ojos tristes lastiman mi espalda.


DIOS Y SOID

Dios está al principio de los tiempos. Es el que crea todo y patea la madeja para adelante, la gran madeja de la totalidad de las cosas que existen.
Soid está al final de los tiempos (no es tan difícil imaginar el final de los tiempos, o, al menos, es tan complicado como representarse el principio). Desde allí descrea todo, es el que enmadeja la realidad, el que reconstruye la nada. Dios y Soid actúan simultánea e implacablemente. Dios no deja cosa sin crear, Soid no deja nada sin descrear. Lo que Dios hace, Soid lo deshace, y viceversa.
Pero así como existe un principio y un fin de los tiempos, hay también un medio o centro de los tiempos. En ese punto se encuentran Dios y Soid, el creador y el descreador. Todo ha sido ya creado y descreado. Dios y Soid están solos, en la más hueca y absurda soledad. Soid, esclavo de su destino, descrea a Dios y a Soid; Dios, incansable, los crea.


LIBERTAD ES UN SUSTANTIVO ABSTRACTO

"¿Qué es la libertad?", preguntó el Coronel. "No sé", dijo el soldado. "Mátenlo", dijo el Coronel.
"¿Qué es la libertad?", preguntó el Coronel. "Una porción de pizza", dijo el soldado. "Mátenlo", dijo el coronel.
"¿Qué es la libertad?", preguntó el Coronel. "Que un te toque librar un domingo", dijo el soldado. "Mátenlo", dijo el Coronel.
"¿Qué es la libertad?", preguntó el Coronel. Nadie contestó.
"¿Qué pasa que nadie contesta?, preguntó el Coronel. "Ya no hay soldados", dijo una voz. "Entonces mátenme", dijo el Coronel.
Y lo mataron.


EL ESCUPIDOR DE RAFAEL CASTILLO

Todas las noches, a la una en punto, el escupidor de Rafael Castillo sale a escupir a la gente. El recorrido abarca las dos veredas de Carlos Casares, desde Don Bosco hasta las vías.
Quienes lo conocemos evitamos la zona en la media hora que dura la vuelta. Por eso, algunas noches el escupidor debe regresar a su casa con la saliva intacta. Pero son las menos, casi siempre encuentra inocentes que deambulan a merced de su boca certera.
Alberto apunta a los ojos y lanza un líquido casi blanco, no muy espeso pero de interesante volumen. Los escupidos se asombran del buen semblante, de la discreción y hasta de la elegancia del escupidor. Nunca reaccionan. Se limpian la cara y siguen su camino. Se dice que en las mejores noches Alberto ha proporcionado más de una docena de escupitajos.
Durante el día, sin embargo, el escupidor es un hombre común y corriente. Suele decir que no le gusta el barrio y que tiene ganas de mudarse con su familia a un lugar tranquilo.
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Fabián Vique. La vida misma y otras minificciones, Instituto Cervantes, Belgrado, 2007 Más Fabián Vique en http://www.delasavesquevuelan.blogspot.com/

1 comentarios:

Laura NICASTRO | 13 de septiembre de 2009, 17:04

Fabián: ¡qué buena la minificción de Miguel Ángel! Un abrazo, Laura

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