Dos poemas de Zbigniew Herbert que parecen minificciones


CESAR
Hubo una vez un césar. Tenía ojos amarillentos y mandíbula rapaz. Vivía en un palacio lleno de mármoles y policías. Solo. Se despertaba en la noche y gritaba. Nadie lo amaba. Lo que más le gustaba eran las cacerías y el terror. Pero se dejaba fotografiar con los niños, entre las flores. Cuando murió, nadie se atrevía a retirar sus retratos.
Mirad, mirad, quizá todavía anda por vuestras casas su careta.

UN CUENTO RUSO
El zar nuestro padrecito había envejecido mucho. Ya ni podía estrangular una paloma con sus manos. Sentado en su trono se veía dorado y frígido. Sólo su barba creció, hasta el piso y más allá.
Entonces alguien más gobernaba, no se sabía quién. Personas curiosas atisbaban hacia el palacio por las ventanas, pero Krivonosov las tapó con patíbulos. Así sólo los ahorcados podían ver algo. Al fin el zar nuestro padrecito murió para siempre. Las campanas sonaron, sonaron. Sin embargo no sacaron su cuerpo. Nuestro zar había crecido pegándose al trono. Las piernas del trono se habían mezclado con las del zar. Su brazo y el del trono eran uno solo. Imposible soltarlo. Y enterrar al zar con el trono dorado -qué vergüenza.

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