Los otros somos nosotros. Rogelio Guedea


Fui a comer a las fondas del mercado de abajo. Pedí una pepena en salsa verde y un agua de arroz. Mientras me daban un vaso con hielo, se sentó al lado mío un hombre acompañado de su mujer y su pequeño hijo. El hombre pidió un guisado de puerco y la mujer una carne con papas. Para el niño, que estaba en medio de ambos mirando el mundo con ojos impávidos, ordenaron un plato vacío. Cuando trajeron su orden, la mujer, presta, puso en el plato del niño un trozo de carne y un pedazo de papa, y el hombre haría con las costillas de puerco lo mismo. La figura de la pequeña familia me empezó a entristecer irremediablemente. Al terminar, cuando el hombre pidió la cuenta y le dijeron que eran sesenta pesos, el hombre no supo qué hacer con su solo billete de cincuenta. Entonces hice un guiño imperceptible a la despachante, que supo entenderlo muy bien. La mujer cogió el billete del hombre diciendo “así está bien, no se preocupe” mientras el hombre limpiaba con una servilleta la boquita del niño que, lo delataban sus ojos, se había quedado con hambre. Luego, antes de encaminarse con su mujer y su hijo, el hombre se acercó a mi oído y murmuró: “que Dios se lo pague, amigo”. Obviamente, yo no supe qué decirle ni ahora ni nunca, ni tampoco supe qué hacer con esa mano suya que, al despedirse, tantas cosas sabias a la mía le dijo.

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